Ensayista, poeta y docente venezolano. Es licenciado en letras, magíster scientiarium en educación, mención enseñanza del castellano, y candidato a doctor en filología hispánica por la Universidad de Oviedo (España). Es docente-investigador de la Universidad Nacional Experimental de Guayana. Ha publicado el poemario Elegía a la sombra / Elegia all'ombra (1981) y ha recibido en dos ocasiones mención de honor en el premio José del Valle Laveaux (Ciudad Bolívar, 1989 y 1992).
BELLA
A LOS CINCUENTA
BELLA
A LOS CINCUENTA
(A las chicas como tú y como yo)
Las mujeres venezolanas son esplendorosamente hermosas.
Y esa hermosura viene de una zona escondida,
oculta en la íntima ternura de la cálida flor
que anida al centro de su humanidad femenina.
Quizá más de un lector ya se ha aventurado
a fantasear imaginando lo que está lejos de mis pensamientos.
Me refiero a ese sitio tan rigurosamente
escondido y sagrado donde toda mujer guarda su legado:
la zona del alma que da vitalidad y esplendor y es lucidez y sentido común.
El cerebro y su manifestación más acabada: la inteligencia.
Por eso quiero referirme a las mejores mujeres venezolanas
dentro del conglomerado de bellezas
que andan radiando sus rasgos de una manera de ser que sólo ellas,
las venezolanas, saben expresar.
Son las mujeres que están entre los cuarenta y seis,
cuarenta y ocho e incluso ya proyectan su edad en los cincuenta años.
Ellas son una especie extraña, rara.
Seductoras por tanta experiencia ganada
a fuerza de aprender a mirar el mundo desde la pasión de la existencia.
Que aprendieron a vivir su libertad
sin que nadie les enseñara el abecedario
de lo que significa ir solas por la vida.
Mujeres ahora cincuentonas o casi cerca de ello,
que descubrieron su sexualidad
y aprendieron a complacerse en la soledad de los cuartos,
mientras su hombre (-los venezolanos son malos amantes)
se quedaba dormido o simplemente nunca llegó a la casa.
Mujeres que aprendieron a masturbarse
y sintieron placer de saberse orgásmicas
mientras mandaron al carajo las culpas religiosas
y las prohibiciones de una sociedad moralista y castradora.
Mujeres que debieron salir a la calle a valerse por sí mismas.
Sin complejos ni culpas.
¡Qué bellas son estas mujeres venezolanas!
adultas en cada uno de sus actos cotidianos.
Mujeres amorosas y complacientes con su pareja.
Que se casaron y se divorciaron
y tal vez piensan volverse a casar por cuarta o quinta vez.
Porque siempre esperan que el próximo amante
será el definitivo.
Que aceptan a sus ex como amigos y siempre tienen
una palabra de agradecimiento
Aun que sea para saber que fue hermoso
Soñar juntos
Mujeres ya de cincuenta
que vivieron una juventud llena de idealismos.
Que leyeron el libro rojo de Mao,
que se atrevieron a escribir grafitos
en cuanto muro encontraron.
Que despertaron un día y
se encontraron en los diarios con la noticia del Mayo francés
y lo celebraron bailando la salsa de Fania all stars,
junto con la voz de Celia Cruz
pero también conocieron a Los Guaraguos
y Las Casas de Cartón de Alí Primera,
la personalísima voz de Felipe Pirela
o la aterciopelada cadencia melódica de Tito Rodríguez.
Que se politizaron y amaron
un continente latinoamericano, junto con Mercedes Sosa,
Quilapayún, Violeta Parra y sus Cinco minutos,
y sintieron la melancolía de Alfonsina y el mar,
y se hicieron venezolanísimas
cuando probaron el ron Santa Teresa y
el anís El Mono o las guarapitas de guanábana,
de cambur o parchita,
del médico asesino en Catia.
Mujeres que en su juventud anduvieron por las aceras
de las calles de pueblos y ciudades vestidas de colores,
con bolsos indígenas y largas cabelleras ensortijadas
y con las manos llenas de flores y olorosas a sahumerio.
Mujeres que amaron a Manuela Sáenz
y la saben su heroína y lloraron cuando mataron al Che,
a Camilo Torres y al profesor Lovera.
Que caminaron siempre junto con sus novios
en las cientos de manifestaciones contra Todo
y tiraron al basurero sus sostenes.
Que tragaron humo de las bombas lacrimógenas
y sintieron en sus cuerpos las ardientes huellas
que dejan los golpes de las peinillas de los policías.
Son mujeres que hoy se han hecho más compasivas,
más comprensivas, más tolerantes
pero que también no ceden ni un milímetro
en sus convicciones de vida ni en sus principios.
Que mantienen como un sagrado tesoro su moral
y su apego a la bondad y la alegría de vivir.
Mujeres que llevan en sus rostros las marcas de la vida
con orgullo y en sus piernas las celulitis
que agreden su coquetería.
Pero que ni eso las hace menos agraciadas
ni atrevidas al mover, como ellas sólo saben hacerlo,
sus cadenciosas caderas a la hora del amor.
Mujeres de senos que casi ceden a la gravedad,
pero que siguen despertando pasiones y deseos.
Bellezas de cabellos emblanquecidos
y que ahora pintan en sus múltiples tonalidades de rojo,
como una manera de ser siempre
contestatarias e irreverentes.
. Mujeres que han sabido llevar sus historias y
las comentan con sus personales estilos de decir las cosas.
Observadoras y militantes permanentes del amor.
Que saben cuando decir sí,
mucho antes que sus amantes les propongan.
O con valentía asumen el riesgo de abandonar la casa,
por tanta violencia del macho venezolano,
revolucionario oxidado o resentido derechista,
para irse detrás de quien creen es el amor real
y nos dan ese dolor que marca el alma.
Esas mujeres ya casi en los cincuenta
que saben de memoria la geografía masculina
y la recorren una y otra vez siempre
como si fuera el primer encuentro en sus vidas
de fervorosas amantes.
Esposas, amantes, novias, concubinas, amigas
con derecho pero siempre dispuestas al placer compartido.
Que saben ser solidarias y
que en su primera noche de amor
mandaron al carajo la virginidad
impuesta por la familia y la tradición.
Mujeres que metieron en sus bolsos de tela
el lápiz labial pero también se acostumbraron
a llevar la píldora para no dejarse preñar.
Que perdonaron a Dios
por ser tan pendejamente masculino
y que no les gusta el Diablo
por ser tan poco viril y medio maricón.
Ellas que andan por la vida con el alma
pegada a una guitarra
coreando esa canción de su vitalidad,
esperando al trovador
que sepa tocar las cuerdas exactas
donde está la música divina de las madrugadas,
entre vino tinto, velas blancas y olores caseros,
de albahaca, romero y orégano.
Mujeres cincuentonas de hoy
que muestran en su serenidad
la belleza de una actitud de vida
que les da lozanía a una piel húmeda
que siempre anhela ser amada.
Las mujeres venezolanas son esplendorosamente hermosas.
Y esa hermosura viene de una zona escondida,
oculta en la íntima ternura de la cálida flor
que anida al centro de su humanidad femenina.
Quizá más de un lector ya se ha aventurado
a fantasear imaginando lo que está lejos de mis pensamientos.
Me refiero a ese sitio tan rigurosamente
escondido y sagrado donde toda mujer guarda su legado:
la zona del alma que da vitalidad y esplendor y es lucidez y sentido común.
El cerebro y su manifestación más acabada: la inteligencia.
Por eso quiero referirme a las mejores mujeres venezolanas
dentro del conglomerado de bellezas
que andan radiando sus rasgos de una manera de ser que sólo ellas,
las venezolanas, saben expresar.
Son las mujeres que están entre los cuarenta y seis,
cuarenta y ocho e incluso ya proyectan su edad en los cincuenta años.
Ellas son una especie extraña, rara.
Seductoras por tanta experiencia ganada
a fuerza de aprender a mirar el mundo desde la pasión de la existencia.
Que aprendieron a vivir su libertad
sin que nadie les enseñara el abecedario
de lo que significa ir solas por la vida.
Mujeres ahora cincuentonas o casi cerca de ello,
que descubrieron su sexualidad
y aprendieron a complacerse en la soledad de los cuartos,
mientras su hombre (-los venezolanos son malos amantes)
se quedaba dormido o simplemente nunca llegó a la casa.
Mujeres que aprendieron a masturbarse
y sintieron placer de saberse orgásmicas
mientras mandaron al carajo las culpas religiosas
y las prohibiciones de una sociedad moralista y castradora.
Mujeres que debieron salir a la calle a valerse por sí mismas.
Sin complejos ni culpas.
¡Qué bellas son estas mujeres venezolanas!
adultas en cada uno de sus actos cotidianos.
Mujeres amorosas y complacientes con su pareja.
Que se casaron y se divorciaron
y tal vez piensan volverse a casar por cuarta o quinta vez.
Porque siempre esperan que el próximo amante
será el definitivo.
Que aceptan a sus ex como amigos y siempre tienen
una palabra de agradecimiento
Aun que sea para saber que fue hermoso
Soñar juntos
Mujeres ya de cincuenta
que vivieron una juventud llena de idealismos.
Que leyeron el libro rojo de Mao,
que se atrevieron a escribir grafitos
en cuanto muro encontraron.
Que despertaron un día y
se encontraron en los diarios con la noticia del Mayo francés
y lo celebraron bailando la salsa de Fania all stars,
junto con la voz de Celia Cruz
pero también conocieron a Los Guaraguos
y Las Casas de Cartón de Alí Primera,
la personalísima voz de Felipe Pirela
o la aterciopelada cadencia melódica de Tito Rodríguez.
Que se politizaron y amaron
un continente latinoamericano, junto con Mercedes Sosa,
Quilapayún, Violeta Parra y sus Cinco minutos,
y sintieron la melancolía de Alfonsina y el mar,
y se hicieron venezolanísimas
cuando probaron el ron Santa Teresa y
el anís El Mono o las guarapitas de guanábana,
de cambur o parchita,
del médico asesino en Catia.
Mujeres que en su juventud anduvieron por las aceras
de las calles de pueblos y ciudades vestidas de colores,
con bolsos indígenas y largas cabelleras ensortijadas
y con las manos llenas de flores y olorosas a sahumerio.
Mujeres que amaron a Manuela Sáenz
y la saben su heroína y lloraron cuando mataron al Che,
a Camilo Torres y al profesor Lovera.
Que caminaron siempre junto con sus novios
en las cientos de manifestaciones contra Todo
y tiraron al basurero sus sostenes.
Que tragaron humo de las bombas lacrimógenas
y sintieron en sus cuerpos las ardientes huellas
que dejan los golpes de las peinillas de los policías.
Son mujeres que hoy se han hecho más compasivas,
más comprensivas, más tolerantes
pero que también no ceden ni un milímetro
en sus convicciones de vida ni en sus principios.
Que mantienen como un sagrado tesoro su moral
y su apego a la bondad y la alegría de vivir.
Mujeres que llevan en sus rostros las marcas de la vida
con orgullo y en sus piernas las celulitis
que agreden su coquetería.
Pero que ni eso las hace menos agraciadas
ni atrevidas al mover, como ellas sólo saben hacerlo,
sus cadenciosas caderas a la hora del amor.
Mujeres de senos que casi ceden a la gravedad,
pero que siguen despertando pasiones y deseos.
Bellezas de cabellos emblanquecidos
y que ahora pintan en sus múltiples tonalidades de rojo,
como una manera de ser siempre
contestatarias e irreverentes.
. Mujeres que han sabido llevar sus historias y
las comentan con sus personales estilos de decir las cosas.
Observadoras y militantes permanentes del amor.
Que saben cuando decir sí,
mucho antes que sus amantes les propongan.
O con valentía asumen el riesgo de abandonar la casa,
por tanta violencia del macho venezolano,
revolucionario oxidado o resentido derechista,
para irse detrás de quien creen es el amor real
y nos dan ese dolor que marca el alma.
Esas mujeres ya casi en los cincuenta
que saben de memoria la geografía masculina
y la recorren una y otra vez siempre
como si fuera el primer encuentro en sus vidas
de fervorosas amantes.
Esposas, amantes, novias, concubinas, amigas
con derecho pero siempre dispuestas al placer compartido.
Que saben ser solidarias y
que en su primera noche de amor
mandaron al carajo la virginidad
impuesta por la familia y la tradición.
Mujeres que metieron en sus bolsos de tela
el lápiz labial pero también se acostumbraron
a llevar la píldora para no dejarse preñar.
Que perdonaron a Dios
por ser tan pendejamente masculino
y que no les gusta el Diablo
por ser tan poco viril y medio maricón.
Ellas que andan por la vida con el alma
pegada a una guitarra
coreando esa canción de su vitalidad,
esperando al trovador
que sepa tocar las cuerdas exactas
donde está la música divina de las madrugadas,
entre vino tinto, velas blancas y olores caseros,
de albahaca, romero y orégano.
Mujeres cincuentonas de hoy
que muestran en su serenidad
la belleza de una actitud de vida
que les da lozanía a una piel húmeda
que siempre anhela ser amada.
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